Bloc de notas sobre la marcha

lunes, 4 de noviembre de 2013

Cariño, este perro adelanta.

En efecto, desde que el 27 de Octubre nos cambiaron -otra vez- el horario, el único reloj de la casa que todavía no he sido capaz de poner en hora es el de Trotsky.

Trotsky es nuestro perro. Lleva más de 13 años en casa y calculo que tendrá 14 y medio o más. Según la regla del 7, esa edad equivale a la de un hombre de 101 años.

Como cualquier perro, Trotsky tiene tres actividades favoritas: salir al parque, comer y jugar. O puede que el orden correcto sea: comer, salir al parque, comer, jugar y comer. Ya digo, es un perro.

Trotsky se expresa con la elegancia natural de su especie. Su repertorio de suspiros, miradas de soslayo, caídas de ojos y mutis por el foro nos mantiene siempre al corriente de su estado de ánimo. Para demandar caricias o juegos es más expresivo y practica el cabezazo directo buscando una mano que le acaricie. Respecto a sus necesidades más imperiosas, sabe recordárnoslas de forma inequívoca pero no suele perder los modales hasta que la imperiosidad se impone.

Pues bien, desde que retrasamos los relojes hace ya una semana, Trotsky sigue en la hora antigua, y por eso espera las cosas una hora antes de lo que nosotros las tenemos previstas.

Mejor que hablar de cómo anda mi propio reloj y de lo que pienso de los cambios de horario, me basta con tomar nota de la confusión de nuestro compañero peludo como ejemplo de lo que pasa cuando se desajusta un ciclo natural.

Lo que más pena me da es que no sé si me entiende cuando se lo explico. Claro que a él le dará pena que yo afronte todos sus problemas con mi bla, bla, bla incomprensible.

sábado, 2 de julio de 2011

Irreverentemente inconfesables

Hay películas que me han gustado más que el libro.

Me gusta la Coca-Cola, incluso la light.

A veces, tengo frío.

2001, una odisea de la aritmética (publicado en la Tribuna Libre de El Mundo el 24 de Noviembre de 1999)

Pongo por delante que considero esta polémica como mero pasatiempo y que entro en ella con la misma intención jovial de los autores Kaplan y Terest, sobre cuyo artículo en favor de la teoría del 2000 (es decir, que el tercer milenio comienza el 1 de enero del año 2000) deseo discrepar fervientemente. Y no lo hago porque me importe mucho el asunto en sí, sino porque me preocupa el escaso espíritu crítico de que hacemos gala los ciudadanos de a pie, ante las teorías de los expertos.

En mi opinión el siglo XXI y el tercer milenio comenzarán el 1 de enero del año 2001. Aunque no carezco de cierta formación científica y aunque soy aficionado a las matemáticas, he de admitir que no he accedido a los placeres ocultos de la aritmética ni domino su terminología. Quien considere una audacia enfrentarse a dos matemáticos con tan modesto bagaje, debe meditar sobre si sus escasos conocimientos de cocina le impiden opinar sobre la comida preparada por un chef de prestigio. Pues bien, yo me arrogo el derecho a opinar, y me niego a comer esa bazofia del 1 de enero del 2000, venga de la cocina que venga.

Los señores Kaplan y Terest, para hacer de menos la opinión contraria a la suya, utilizan argumentos relativizadores que no sólo no son pertinentes, sino que también relativizan su propia postura. No vienen al caso sus consideraciones sobre la imprecisión del calendario gregoriano ni sobre los husos horarios, que también desorientarán a los partidarios del 2000. No necesitamos que los citados autores nos informen de que otras eras tienen puntos de inicio diferentes al de la era cristiana, ni de que en ciertos calendarios la duración del año es diferente a los aproximadamente 365 días del año solar. Sabemos incluso que hay culturas que consideran que la vida humana comienza en la concepción y no en el alumbramiento. No es nada de esto lo que nos ocupa. Esta pequeña polémica se centra en una discrepancia en la medición cronológica de la era cristiana, y a ella debemos ceñirnos si queremos saber de qué hablamos.

Entremos, por fin, en materia. Malos tiempos éstos en los que el simple hecho de saber contar (uno, dos, tres, cuatro, cinco...) es considerado como pedantería. Kaplan, Terest y otros partidarios del 2000, aparentemente inteligentes, citan el año cero como el inicio de la era cristiana, como argumento a favor del cambio de milenio en el 1 de enero del 2000. Puesto que el objeto del debate es determinar la fecha del 2000 aniversario del nacimiento de Jesús, usemos ese instante, el del nacimiento de un niño, como punto de partida. En la vida de ese niño existe un instante cero: el momento mismo de su alumbramiento. En ese preciso instante comienza el primer año de su vida, completado el cual la edad del niño será de un año, y en ese momento comenzará su segundo año, y así sucesivamente. La edad de ese niño no será de 100 años hasta que no se haya completado el año 100. Y esa «edad» no será de 2.000 años hasta que no se haya completado el año 2000. Me da un poco de vergüenza tener que escribir cosas tan obvias.

Señores Kaplan y Terest, ¿dónde sitúan ustedes su famoso «año cero» en la vida de ese niño? El año que comienza en el momento de su nacimiento, año que cualquier ser humano denominaría «primer año» (ordinal que equivale al cardinal «año 1»), no puede ser el año cero, pues ello equivaldría a decir, por ejemplo, que el niño cumpliría los dos años al completar el primer año de su vida. No creo que los autores defiendan que el año cero sea el año previo al nacimiento del niño, pues ello no afectaría en nada al recuento de los años posteriores al nacimiento y confirmaría que no se conmemorarán los 2.000 años del nacimiento de Jesús hasta que no termine el año 2000. Así pues, ¿dónde sitúan exactamente el año cero?

No existe el año cero. Lo que existe es un instante cero, infinitamente breve y difícil de medir. Para poder entender la idea de este instante cero, el común de los mortales podemos pensar en la duración de la unidad más pequeña en que dividimos cotidianamente el tiempo: el segundo. Puede que los científicos y deportistas de elite utilicen fracciones de segundo pero, a la gente normal, un segundo ya nos parece bastante breve. Si ponemos en marcha un cronómetro que marque cero años, cero meses, cero días, cero horas, cero minutos y cero segundos, el cero sólo durará hasta que aparezca el primer segundo, o segundo uno. En ese instante, ya habrán comenzado el minuto uno y la hora una y el día uno y el mes uno y el año uno. El cero, en el mejor de los casos, sólo podemos meterlo mentalmente en un intervalo de tiempo inferior a un segundo.

Intuitivamente, la medición del tiempo es similar a la medición de la longitud o de la distancia entre dos puntos. A ello aluden los autores hablando de la «lógica del cuentakilómetros». Pues contemos kilómetros. Clavemos mentalmente una estaca en el suelo y, a partir de la estaca, midamos distancias positivas (hacia el Este) y negativas (hacia el Oeste). Una distancia de un kilómetro, contada desde la estaca hacia el Este, se expresará como +1. Y una distancia de un kilómetro, contada desde la estaca hacia el Oeste, se expresará como -1. ¿Correcto? Los partidarios del año cero se dirán, nerviosos «¿no está presente el cero en este sistema de medición?». Tranquilos señores, por supuesto que sí hay un cero: el cero es la estaca misma. No pretenderán ustedes que haya un kilómetro cero, es decir, un segmento que mida mil metros, a los cuales podamos ningunear con el nombre de cero.

Del mismo modo, no existe un año cero en la Historia. No puede llamarse cero a una sucesión de miles de horas, cientos de días o decenas de semanas. Además, es falso que sea necesario un año cero para poder restar adecuadamente los años antes y después del nacimiento de Cristo. Basta con saber restar. Se preguntan Kaplan y Terest cuántos años hay desde el 10 a. de C. hasta el 10 de la era cristiana, y sugieren que la respuesta correcta debería ser 20 pero que, absurdamente, es 19, con lo cual creen probar la necesidad del dichoso año cero. La respuesta correcta es obvia: ni 20 ni 19, todo depende de las fechas exactas. Los autores parecen ignorar que las medidas en años son muy imprecisas, pues un año no es un instante en el tiempo, sino un recorrido de 365 ó 366 días. Así, entre el principio del año -10 y el final del año +10, sí hay 20 años. Y entre el final del -10 y el principio del +10, hay sólo 18. Parece mentira, dos científicos redondeando una resta de forma tan grosera, para después extrañarse de que el resultado sea erróneo. El origen de su imprecisión es considerar los años como puntos discretos distribuidos sobre una línea, a los que podemos asignar números arbitrariamente: 0, 1, 2... Los años no son puntos superpuestos a la línea del tiempo, son segmentos que forman la propia línea. Y, si bien he visto muchas veces representar un punto cero, nunca he visto un segmento cero.

No existiendo el año cero, el 31 de diciembre de 1999 Jesús «cumplirá» exactamente los 1999 años. No es mala edad, pero no es la cifra redonda que anhelan los amigos de la estética de los números. Y es que el origen de la teoría del 1 de enero del 2000 es puramente estético. Pasar de un año cuyo primer dígito es 1, a otro que comienza por 2; pasar de un año terminado en 999 a otro que acaba en 000, eso es lo que deslumbra a las personas que no se han parado a contar con sus propios dedos. Una cosa es el aspecto de un número y otro su significado real. Y el significado del 1 de enero del 2000, es que escribiremos el año de forma novedosa, y que estaremos comenzando el último año del segundo milenio de la era cristiana.

Ni me molesta que cada uno celebre lo que quiera cuando quiera, ni me importa demasiado este asunto en sí mismo. De hecho, ni mi familia ni yo tenemos intención de celebrar especialmente ninguno de los dos fines de año, ni el de 1999 ni el del 2000. Lo que me ha movido a pisar este jardín es la observación de un fenómeno impropio de una sociedad supuestamente madura y democrática: la aceptación generalizada, sin discusión, de ciertas ideas que son repetidas por los medios de comunicación sin que ni los propios medios ni nosotros mismos nos planteemos su origen o sus fundamentos. No quiero que nadie apoye incondicionalmente mis argumentos a favor del 2001. Me gustaría que cada lector pensara por sí solo y llegara a su propia conclusión. Pero esto es rozar la utopía. Como dice una tristísima canción country, y corroboran Homer Simpson y sus conciudadanos, «sé que es verdad, pues lo he visto en la tele». Esa es la enfermedad que hay detrás de este síntoma del año 2000. Se curará con el paso del tiempo... catorce meses a lo sumo.

Carlos Bort es biólogo.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Nuevas entradas para el diccionario (homenaje a José Luis Coll).

José Luis Coll (el compañero artístico del genial Luis Sánchez Polack "Tip") publicó unos diccionarios que definían ciertas palabras inventadas por él. Una obra realmente surrealista, algo escatológica (en la segunda acepción) y de un gran sentido del humor. Mi ejemplo favorito: "Gangsterópodo. Individuo del hampa dotado de un pie musculoso mediante el cual se mueve." (Citado de memoria.)

Aquí van unas pocas aportaciones de mi cosecha. Unas son antiguas y otras más recientes. En la mayoría de los casos, las definiciones las he tomado del diccionario de la RAE. Espero que gusten al respetable.


NUEVAS ENTRADAS PARA EL DICCIONARIO.

Bello púbico. Guapo de cojones.

Circuncisvalación. Práctica quirúrgica para corregir la fimosis, que permite al paciente acceder a un núcleo urbano por diferentes entradas.

Contralto de mantenimiento. Persona con una voz media, entre la de tiple y la de tenor, que ejecuta las operaciones y cuidados necesarios para que instalaciones, edificios o industrias puedan seguir funcionando adecuadamente.

Culotorio. Dícese de la solución medicinal para el enjuague del conjunto de las dos nalgas.

Garceta de los negocios. Ave zancuda, de unos 40 cm de alto y 65 de envergadura, con plumaje blanco, que sabe un huevo de economía.

Insohmio. Estado de vigilia permanente que otorga, a quien lo padece, una cierta resistencia al paso de la electricidad.

Jet Lager. Tipo de cerveza que produce un cierto desfase horario a quien la bebe.

Norruega. Ciudadana atea de un país nórdico.

Organullo. Parte de la célula dotada de un mecanismo que produce música girando una manivela.

Paquiduermo. Mamífero artiodáctilo de piel muy gruesa y dura, que se levanta muy cansado todas las mañanas.

República Chueca. Nuevo estado gay surgido tras la caída del régimen soviético.

Stradviar. Poner un violín carísimo en un lugar distinto al que debía ocupar.

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jueves, 19 de noviembre de 2009

El segundo mundo.

Cuando se habla del tercer mundo, se da por supuesto que nosotros vivimos en el primero. Entonces, lo que no veo claro es cuál es el segundo mundo. Lo intuyo como un purgatorio o zona de cuarentena entre el tercer infierno y el primer cielo.

¿Serán las pateras el segundo mundo?

domingo, 15 de noviembre de 2009

Escribir o leer.

"El escritor escribe lo que puede, mientras que el lector lee lo que quiere". Me gusta esta frase de Borges, ese gran provocador, porque me revuelve y me hace pensar. pero para ponerla en duda, no para estar de acuerdo. Me explico:

1) Técnicamente. puedo admitir que, en un momento dado, un escritor ante un folio en blanco, puede estar en desventaja comparado con un lector ante una librería o biblioteca repleta de libros. pero ahí termina el efecto de la imagen. Porque ese lector no sabrá encontrar de forma inmediata lo que le "apetece" leer, ni con ayuda de bases de datos informáticas o ficheros bibliográficos. El escritor, por su parte, sin necesidad de mecanismos auxiliares, puede ponerse a escribir sobre lo que le apetece, de forma instantánea. Y, en potencia, existen muchos más asuntos, enfoques, frases y párrafos por escribir, que los que ya están escritos. En literatura, como en música, sí hay algo nuevo bajo el sol, y lo hay todos los días.

2) Existencialmente. Leer es necesario, pero es un acto pasivo (a ver si "acto pasivo" va a ser una contradicción...). Una afición que, a la mayoría de las personas que leen libros, no les cambia la vida. Escribir es un acto con mayúsculas, esfuerzo, dolor, alivio, orgullo, confesión. Sin necesidad de que nadie me lea, puedo vivir momentos, con sólo pensar un rato, que la lectura raramente me da. No todos los días se puede leer algo sublime, pero la medida de lo sublime la da nuestro propio gusto, y quién mejor que uno mismo para tenerse cogida la medida.

Entiendo que hasta los genios como Borges tengan momentos de pereza y prefieran sentarse un rato a leer.

Sinónimos de "el otro".

Aquellos a los que el gitano llama "payo", aquellos a los que el musulmán llama "infiel", y aquellos a los que el progre llama "facha" son, simplemente, la mayoría de la humanidad.

Basta con sentirse en posesión de la verdad para cometer la osadía de calificar a los otros, descalificándolos. Para intentar que la inmensa mayoría se sienta en minoría.

Odiseo.

Hace poco tiempo terminé de leer la Odisea de Homero, uno de los libros que me regaló mi padre y que llevaba años en mi lista de espera.

Ulises sufrió bastante, desde el sitio de Troya hasta su regreso a Ítaca. Pero, entre disgusto y disgusto, era recibido en grandes banquetes, o se los organizaba él con sus hombres a base de saquear a otros. Participaba en juegos, relataba su vida ante una audiencia absorta, escuchaba música... Y se entiende que no le faltaban mujeres con las que yacer.

Con esa vida, ¿quién querría volver a casa, al lado de Penélope? Vale, lo formulo como un chiste, pero realmente me cabe la duda. El poeta Kavafis, en su "Viaje a Ítaca", aconseja al viajero rogar porque su camino sea largo y esté lleno de aventura y de conocimiento. A lo peor, o a lo mejor, llegar a Ítaca no es el objetivo del viaje.

Una pluma de paloma como juguete.

Junio de 2005. Estoy comiendo en Toledo, en una pausa en el trabajo. Las mesas del restaurante ocupan el patio de una casa antigua, un lugar ideal para olvidarse del mundo que hay alrededor.

Una niña de unos cinco años, que anda jugando entre las mesas, encuentra en el suelo una pluma, creo que de paloma. Inmediatamente, se pone a limpiarlo todo con ella, como si fuera un plumero completo. Viene su hermano y se la quita. El juego del niño es tirar la pluma al aire para hacer que vuele.

Me resisto a creer que esta diferencia de comportamiento ante el mismo estímulo es innata. Tiene que ser educativa o ambiental. Los padres de estos niños son jóvenes, modernos aparentemente. En principio, nuestro lenguaje es "políticamente correcto", pero, ¿qué estamos transmitiendo a los niños con nuestros hechos?

¿Por qué permitimos que la diferencia entre mujer y hombre, que sólo debería ser relevante en ciertas facetas de la vida, la abarque en todos sus aspectos? ¿Por qué, en el lenguaje, siempre usamos "a" para las mujeres, y siempre "o" para los hombres? ¿Tan diferentes somos? ¿O seguimos, y seguiremos, siendo diferentes porque nunca renunciaremos a etiquetar a nuestros hijos desde la cuna, o desde antes?

El asunto me supera, es materia para profesionales de la educación, sociología, psicología... Sólo me atrevo a opinar que la eliminación del sexismo, en el lenguaje, no debería consistir en utilizar siempre el femenino y el masculino (usando o no la arroba en las frases escritas), sino en esquivar el uso de ambos géneros gramaticales, sustituyendo "hombres y mujeres" por "personas". Es lo que yo intento hacer, aunque no siempre sea posible.

Reflexiones breves.

Escribe lo que tú quieras, y tendrás el público que mereces. Escribe lo que te pidan, lo que te manden, o lo que esperan de ti, y serás el ídolo previsible de un público cautivo que no te merece. Y que no mereces.

El espejo de la madrastra de Blancanieves es la autoestima. Salimos a la calle con la mueca que nuestro espejo nos ha devuelto. Somos guapos, si creemos serlo.

La mejor explicación para el milagro de la vida, para la existencia del universo, es que seamos un sueño. Pero, ¿de quién?

El sol, para ser el Sol, ¿necesita a los planetas girando a su alrededor?

Si las musas existieran, ellas recibirían los premios literarios. Y citarían a su "brazo escribidor" en el prólogo del libro.

La lectura es una gran cosa. Pero, sin una contraposición entre lo leído y lo vivido, sin una interpretación propia, la lectura es un ejercicio pasivo, una simple asimilación "hacia dentro". De vez en cuando, sería sano dejar fluir nuestras propias ideas "hacia fuera".

Los teléfonos móviles incluyen una plantilla de mensaje que comienza con "No puedo ayudarle..." Qué mundo, ¿no?

Fíjate si soy más joven que tú, que yo ya era joven antes de que tú nacieras.

Con tal de que me dejen vivir en paz, estoy pensando en apostatar del agnosticismo.

"Si vas colgarte, cuélgate de un pino chico. Así, mientras crece, te lo vas pensando." (Escuchado a un camarero en La Alberca - Murcia.)